5 am y la duda ataca:
Y así me desvelo. Consciente de
que el tiempo pasa mientras la mayoría de personas descansan; me veo un rato en
el espejo y veo que he perdido un par de kilos pero en vez de ponerme contento
por eso, me imagino que necesito perder más. La panza no se quiere ir. O no la
dejo ir porque hacer ejercicios no está en mi curricula diaria. Salgo un rato a
admirar a las pocas personas que empiezan a transitar por la calle; abajo, la
verdulera empieza a cargar la carretilla con especies frescas, el sonido de las
ruedas aguantando el peso llega hasta mi piso. Los gatos se levantan y maúllan al
verme. Se pegan a mis pies para recibir un poco de cariño antes de que les
sirva comida. La luz no la prendo nunca porque no la necesito cuando quiero
sentarme en un viejo, arañado y roto mueble a pensar.
Varias latas de galletas adornan
el lugar superior de la alacena. Están todas vacías con el solo propósito de
adornar una pared que hace muchos años no se pinta. Me han acusado de tenerle
terror al vacío (tienen razón) y siempre trato de llenar esa pared blanca que
me desafía con algún nuevo color, cuadro o repisa (llena de cosas). Veo a la pared cambiar de color mientras el
sol decide salir lento y tranquilo y empiezo a notar esas gotas de polvo secas
que han corrido hasta debajo de la pared y que nunca limpio porque llueve tanto que se van a volver a formar en
un par de días.
La refrigeradora necesita
espacio. O compro muchas cosas, o es demasiado pequeña. Saco algo para comer
aunque no es hora y tengo ganas de agarrar un buen libro que me acompañe pero
no logro leer bien todavía por la poca luz. Me pongo a ver el cielo mientras no
hay frío y con tristeza me sirvo un café, esperando a que el mundo se vuelva a
dormir rápidamente para que el silencio me acompañe nuevamente. En la
tranquilidad del sueño ajeno hallo la paz para poder crear un poco, juntar
acordes, escribir o inventar alguna historia. Historia como la que tú lees en
este momento. La mejor ficción aparece en forma de nube oscura, mientras te
olvidas de todo y no te preocupas tanto por lo que sucederá en algún tiempo.
Aunque la personalidad no me lo permite frecuentemente, aprovecho aquellos
momentos de lucidez en donde necesitas estar totalmente solo porque cualquier
factor de distracción es culpable de no haber sido lo suficientemente creativo
en un último intento de componer algo que valga la pena grabar posteriormente.
Los sonidos empiezan a llegar al
pequeño piso; primero un poco agudos pues son pequeños pájaros los que te
avisan que es hora de levantarse y empezar con la rutina diaria. Algún tímido
claxon se escapa en una concurrida calle transversal y el olor a pan inflama
mis pulmones. El café, frío por el
tiempo transcurrido sabe mejor al final del último sorbo, cuando la
concentración de la miel es mucho mayor. Una gota cae por mi mejilla por la
rapidez de tomarlo y el gato la lame del suelo mientras mira para verme como
aprobando la acción.
“Pones agua a hervir?” me
preguntan. De repente sonrío por instinto. Mis pensamientos sobre por qué el
cerebro opera de esa manera, si todos vemos de la misma manera el color,
cuantas veces habrá latido el corazón esa madrugada de momento paran. El día ha
comenzado.