jueves, 4 de octubre de 2018

Ding Dong!



Cuando nos enteramos que la tía Virginia planeaba venir a visitarnos en fecha próxima nos miramos asustados: otra vez a tener que arreglar la casa un poco más de lo que generalmente la estaba, un trapo más, una barrida más, agua siempre caliente, empleada las 24 horas del día, nada de salir en las noches porque eso no hace la gente decente que tiene hijos pequeños y un largo etcétera. Yo teniéndole que explicar a mi esposa que era sólo un tiempo y ella replicando que la última vez se quedó más de lo debido, casi 8 días, mira que te encargas tú de todo que yo prefiero no verla…uf. Entonces inhalé despacio, recordé los 15 libros que había leído de Deepak Chopra, me fui a mi cuarto a prender 7 velas antes que ella llegase porque no le gusta el olor a incienso….
“El incienso es obra del diablo” la escucho decir en mi memoria antes de yo llegar a mi casa y darme cuenta de que había botado toda mi colección de fragancias y jabones traídas de algunos viajes y antes de preguntarle nada ella, muy escueta me había dicho “esas fragancias son del diablo”… Y ahora cómo le explico a mi mujer que había botado también SUS perfumes? Se me ocurrió meterme inmediatamente a Amazon y pagar 2639 dólares por unos frascos que costaban 80 dólares para que lleguen en 2 minutos a la casa, estar atento al timbre de la puerta, desempacarlos rápidamente y botar las cajas de amazon a la basura, tratar de recordar cúanto quedaba de perfume en cada frasco, botar el excedente en otro recipiente y lanzarlo lo más lejos posible de la casa…todo esto mientras la tía Virginia me miraba y me decía: “Hueles mal. He traído unos jabones benditos por el clero Italiano. Anda. Báñate con estos y sírveme un café”. Y eso solo había sido el primer día que había llegado.

Ah, la familia. Cómo no hacerle café?.

Solamente dos días nos separaban entre la tranquilidad mental de nuestro crecimiento como familia y el arribo de todo un personaje familiar. Siempre llegaba cargada de maletas en donde la mirada de los chicos era de una felicidad total, al verlas cargadas y pesadas, rebosando de cajas que mis hijos pensaban eran para ellos. Al abrirlas y ver que eran las cajas de unos zapatos comprados en 1971 en Gamarra (“Cuando Gamarra ERA Gamarra”– decía ella) (¿Cúando Gamarra FUE Gamarra?!? – pensaba yo) y periódicos amarillos que envolvían jabones abiertos a medio usar y botellas de gaseosa Lulú que había tapado con chapas Lulú (¿cómo demonios había logrado tal hazaña?) y que mostraban un rótulo escrito a mano que esgrimía claramente y en letra imprenta Champú (o sea que la printer que le regalamos en Navidad, pensamos, seguía en su caja original y seguramente sólo la había sacado del envoltorio de Navidad para ser re utilizado el próximo 25 de diciembre porque en ésta época, cómo no, el reciclaje está “in”, los chicos se miraban el uno al otro y nos miraban a nosotros como diciendo que eso no era lo que esperaban de la tía y se iban despacito a jugar a su cuarto. Resignación muchachos; la tía Virginia había llegado para quedarse un par de días. Que resultaban ser ocho. O quince. Mi mujer sólo sonreía mientras me miraba y la miraba a ella despacio y siempre me pareció una característica admirable el cómo sabía sonreír mientras se le escapaban varias lágrimas por la mejilla. Y aquella era solo una de las reacciones que veía en Bárbara cada vez que venía la tía Virginia a visitarnos. Los siguientes días podías ver una coloración roja en todo el cuerpo de mi mujer y unos ojos que me miraban toda la noche así esté durmiendo y me despertaban con un miedo indescriptible. Durante toda la estadía de este peculiar familiar, comíamos con platos y cuchillos descartables.

Nunca, en todos mis años viviendo aquí, le había tenido tanto miedo al timbre de la casa.