Cuando nos enteramos que la tía
Virginia planeaba venir a visitarnos en fecha próxima nos miramos asustados:
otra vez a tener que arreglar la casa un poco más de lo que generalmente la
estaba, un trapo más, una barrida más, agua siempre caliente, empleada las 24
horas del día, nada de salir en las noches porque eso no hace la gente decente
que tiene hijos pequeños y un largo etcétera. Yo teniéndole que explicar a mi
esposa que era sólo un tiempo y ella replicando que la última vez se quedó más
de lo debido, casi 8 días, mira que te encargas tú de todo que yo prefiero no
verla…uf. Entonces inhalé despacio, recordé los 15 libros que había leído de
Deepak Chopra, me fui a mi cuarto a prender 7 velas antes que ella llegase
porque no le gusta el olor a incienso….
“El incienso es obra del diablo”
la escucho decir en mi memoria antes de yo llegar a mi casa y darme cuenta de
que había botado toda mi colección de fragancias y jabones traídas de algunos
viajes y antes de preguntarle nada ella, muy escueta me había dicho “esas
fragancias son del diablo”… Y ahora cómo le explico a mi mujer que había botado
también SUS perfumes? Se me ocurrió meterme inmediatamente a Amazon y pagar
2639 dólares por unos frascos que costaban 80 dólares para que lleguen en 2
minutos a la casa, estar atento al timbre de la puerta, desempacarlos rápidamente
y botar las cajas de amazon a la basura, tratar de recordar cúanto quedaba de
perfume en cada frasco, botar el excedente en otro recipiente y lanzarlo lo más
lejos posible de la casa…todo esto mientras la tía Virginia me miraba y me
decía: “Hueles mal. He traído unos jabones benditos por el clero Italiano.
Anda. Báñate con estos y sírveme un café”. Y eso solo había sido el primer día
que había llegado.
Ah, la familia. Cómo no hacerle
café?.
Solamente dos días nos separaban
entre la tranquilidad mental de nuestro crecimiento como familia y el arribo de
todo un personaje familiar. Siempre llegaba cargada de maletas en donde la
mirada de los chicos era de una felicidad total, al verlas cargadas y pesadas,
rebosando de cajas que mis hijos pensaban eran para ellos. Al abrirlas y ver
que eran las cajas de unos zapatos comprados en 1971 en Gamarra (“Cuando
Gamarra ERA Gamarra”– decía ella) (¿Cúando Gamarra FUE Gamarra?!? – pensaba yo)
y periódicos amarillos que envolvían jabones abiertos a medio usar y botellas
de gaseosa Lulú que había tapado con chapas Lulú (¿cómo demonios había logrado
tal hazaña?) y que mostraban un rótulo escrito a mano que esgrimía claramente y
en letra imprenta Champú (o sea que la printer que le regalamos en Navidad,
pensamos, seguía en su caja original y seguramente sólo la había sacado del
envoltorio de Navidad para ser re utilizado el próximo 25 de diciembre porque
en ésta época, cómo no, el reciclaje está “in”, los chicos se miraban el uno al
otro y nos miraban a nosotros como diciendo que eso no era lo que esperaban de
la tía y se iban despacito a jugar a su cuarto. Resignación muchachos; la tía
Virginia había llegado para quedarse un par de días. Que resultaban ser ocho. O
quince. Mi mujer sólo sonreía mientras me miraba y la miraba a ella despacio y
siempre me pareció una característica admirable el cómo sabía sonreír mientras
se le escapaban varias lágrimas por la mejilla. Y aquella era solo una de las reacciones
que veía en Bárbara cada vez que venía la tía Virginia a visitarnos. Los
siguientes días podías ver una coloración roja en todo el cuerpo de mi mujer y
unos ojos que me miraban toda la noche así esté durmiendo y me despertaban con
un miedo indescriptible. Durante toda la estadía de este peculiar familiar,
comíamos con platos y cuchillos descartables.
Nunca, en todos mis años viviendo
aquí, le había tenido tanto miedo al timbre de la casa.