Cuando empezó a dibujar el mundo
era su lienzo personal; como era corto de edad y tamaño, solía escabullirse
entre los edificios del agrupamiento, agarrar flores rojas con un néctar
maravilloso en el medio que, en vez de succionar, usaba para pintar las paredes
con unos dibujos impresionantes; calaveras, escudos, nombres, monstruos.
Pronto, una pandilla de muchachos empezó a seguirlo y emularlo, tratando de
dejar un símbolo o dibujo entre casas y edificios. Graffiti man había dejado su
primera huella en este mundo y nadie le diría como parar.
Entre música pesada y colores en
su cuarto todos eran bienvenidos. No necesitaba posters a los doce años; sólo
papel y lápiz. Dibujaba todas las paredes de diferente manera; tomaba una foto
y luego pintaba el lienzo de blanco para poder inspirarse y dibujar nuevamente.
El papel en blanco lo retaba; luego un muro, luego una pared, una pista. En su
arsenal personal siempre un lápiz bien tajado y flores rojas con las que pintar
lo que sea.
El bodeguero lo odiaba. Sabía que
era él quien inmortalizaba al gran Eddie de Iron Maiden en las paredes de la
esquina. Siempre ágil y ameno y con una risa que lo delataba, Graffiti man se escabullía
entre los matorrales por la noche y nos dejaba sorprendidos al siguiente día
con un nuevo lienzo pintado en la calle. Sabíamos que había pintado algo porque
en la mañana los chinos de la esquina se levantaban temprano para tratar de
limpiar a la mona lisa urbana.
Un mal día nos enteramos que
graffiti man había sido arrestado por quién sabe qué cosa; pronto lo fuimos a
recoger a la carceleta y reconocimos instantáneamente la celda en que lo habían
puesto por los dibujos en las paredes. Cuando el oficial vió lo que había
pintado, pidió tomarse una foto con el artista y dejó la carceleta con el graffiti
por un tiempo como recordatorio de que hasta los que caen tienen arte en las venas. Lo que no sabía el oficial es que uno cae por tener arte en las venas. Al
salir de lugar graffitti man le dio la mano al oficial y tomó prestados unos
pocos lápices sin que se dieran cuenta. “Al animal no lo amarrarán nunca” nos
dijo.
La adolescencia nos agarró pronto
y entre cerveza y mujeres, o sea, en su tiempo libre, graffiti man aún dibujaba
pero ya no en las paredes de la quinta. Era ya un muchacho grande y podían
denunciarlo. Las paredes se vieron de un solo color, sin vida, sin sueño, sin
paciencia y dedicación. La mudanza hacia un lugar mejor según los adultos, nos
sacó de un mundo donde jugar a las escondidas y no pasar por uno de los dibujos
a la hora de esconderse era muy raro. Los estudios y el trabajo nos hicieron
adultos y separaron nuestras rutas diarias pero el recuerdo siempre estaba
presente.
Cuando empezé a trabajar, crucé
mi camino con varios artistas (algunos de ellos muy buenos) pero me dí cuenta
que subconscientemente siempre buscaba en los trazos algo que me evoque a la
infancia, algo de graffiti man. No lo hallé precisamente pero habían deadlines
que cumplir y el trabajo aprobado, por más bueno que fuera, carecía de la
libertad y creatividad de un muchacho a quien no le pagaban por dibujar sino
que dibujaba por amor, por inspiración real y no inducida, por ser un líder sin
siquiera saberlo, por orgullo y pasión.
Muchos años más tarde, al
casarme, a mi esposa se le habían antojado unos panes en la bodega de abajo. Al
ir a recoger el periódico y comprar pan, vi ciertos bocetos en la pared frente a mi edificio en una zona exclusiva.
Los vecinos, con gestos de desaprobación le habían dicho a sus hijos que
limpiaran las paredes pero los chicos habían optado por no hacerlo porque los
dibujos les parecían bonitos ya que se habían aburrido de ver tanta pared
blanca en el vecindario. Algunos, inclusive portaban crayolas en puños bien
cerrados, como tratando de esconderlas.
Sonreí.
Graffitti man había regresado.
*Imagen de UNICEF
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