Aún sabía cómo reaccionar en caso
de emergencia. Sus pupilas se dilataban, perdía poco a poco el movimiento y el
cuerpo empezaba a tomar una curva siniestra. Las manos temblaban y no podía
gritar para pedir ayuda. Generalmente caía al suelo y se rompía la copa de vino
que traía en la mano derecha, ocasionándole múltiples heridas. Trataba de ver
alrededor antes de que se nuble por completo la vista y pierda el conocimiento
y un último pensamiento derivaba en un “Dios, ojalá hasta pronto…”.
Luego, el silencio.
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La
presión del tiempo ejercía una fuerza brutal y el lugar seguro donde se
encontraba se hacía cada vez más chico, cada vez más ajeno. Sentía unas ganas
inmensas de volar y probar algo nuevo pero la comodidad de su espacio y lugar
se lo prohibían por las noches. Escribía y leía como un poseído porque eso de
alguna manera aplacaba sus ansias de mostrarse al mundo de una manera en que
sólo él sabía que era. Cuando estaba triste sonreía más, mucho más. Pero nadie
creía en eso ya. Había pasado demasiado tiempo ocupando un lugar que había
acomodado sólo para él sin pensar que el tiempo trae consigo una sensación de
cambio que debe cumplirse porque pasar la vida en silencio y sumido en pensamientos
que no materializaba lo hacía cínico. Veía poca televisión porque pocas cosas
estaban a la altura de su intelecto. A veces, el día se lo comía entero. A
veces, soñaba con comerse vivo al día.
Cuando se llamaron, pensaron en
que no se iban a ver jamás. La última vez fue un desastre y nadie quería
recordarlo. Él recordaba sólo que habían copas de más y quería irse lo antes
posible de cualquier lugar en donde ella se encontrase. Así, en su capullo, se
escondería por años, ya era un experto. Ella no demostró nada. Pero años
después quedaron en encontrarse en algún lugar. Algún café quizá. A algún lugar
al que no habían ido nunca juntos quizá. Un punto medio, neutral, sin historia.
Ella llamó y el accedió. Y se
encontraron en un punto aparte de la ciudad. Iluminado, alegre. Todo empezó
bien, a él se le cayó un vaso con agua en el pantalón y ella dijo que eso
pasaba por empezar a tomar agua, que tu cuerpo no está acostumbrado a esas
sustancias tan puras. Los dos rieron y la gente volteó a verlos y él se puso la
servilleta en la pierna mojada minetras ella le indicaba al mozo que no más
agua esta noche, si te mojas, te mojas con vino. Y vinos fueron y vinieron y él
no tomaba vino nunca. De café nada. De comida poco. De tertulia y vino
bastante. De risas mucho. Muchas más que las que habían brindado a otras
personas por años. Suficiente por esa noche. Ella manejó hasta un lugar donde
él pueda descansar. Le dio un beso de buenas noches. Él sonrió y se quedó
dormido.
A la mañana siguiente ella se
levantó con una extraña molestia en la cabeza y pronto recordó por qué era: ah,
el vino, la noche anterior. Eran las 10.00 am. Recordó que debía almorzar con
algún familiar y fue a prepararse un pequeño desayuno. Prendió la radio, sonrió,
empezó a cantar, abrió la refrigeradora para ver si algo no estaba vencido, prendió
fuego a la sartén. Aceite. Huevos. Listo. Café, por supuesto. Cuando se acercó
a la hornilla para apagarla el dolor de cabeza se intensificó. Antes de entrar
en pánico quiso apagar la cocina como por instinto pero el tiempo no jugó a su
favor. Un repentino ataque de aquellos. Mientras caía pensó: “Dios, ayud—“… pero
una mano apagó rápidamente el fuego y la sostuvo al caerse; nada se rompió,
nada se quebró, nada se quemó. Ella lo vió mientras cerraba los ojos y él dijo:
“Buenos días, hoy me toca a mí rescatarte creo ¿no?”.