miércoles, 27 de julio de 2016

Vino

Aún sabía cómo reaccionar en caso de emergencia. Sus pupilas se dilataban, perdía poco a poco el movimiento y el cuerpo empezaba a tomar una curva siniestra. Las manos temblaban y no podía gritar para pedir ayuda. Generalmente caía al suelo y se rompía la copa de vino que traía en la mano derecha, ocasionándole múltiples heridas. Trataba de ver alrededor antes de que se nuble por completo la vista y pierda el conocimiento y un último pensamiento derivaba en un “Dios, ojalá hasta pronto…”.
Luego, el silencio.
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La presión del tiempo ejercía una fuerza brutal y el lugar seguro donde se encontraba se hacía cada vez más chico, cada vez más ajeno. Sentía unas ganas inmensas de volar y probar algo nuevo pero la comodidad de su espacio y lugar se lo prohibían por las noches. Escribía y leía como un poseído porque eso de alguna manera aplacaba sus ansias de mostrarse al mundo de una manera en que sólo él sabía que era. Cuando estaba triste sonreía más, mucho más. Pero nadie creía en eso ya. Había pasado demasiado tiempo ocupando un lugar que había acomodado sólo para él sin pensar que el tiempo trae consigo una sensación de cambio que debe cumplirse porque pasar la vida en silencio y sumido en pensamientos que no materializaba lo hacía cínico. Veía poca televisión porque pocas cosas estaban a la altura de su intelecto. A veces, el día se lo comía entero. A veces, soñaba con comerse vivo al día.


Cuando se llamaron, pensaron en que no se iban a ver jamás. La última vez fue un desastre y nadie quería recordarlo. Él recordaba sólo que habían copas de más y quería irse lo antes posible de cualquier lugar en donde ella se encontrase. Así, en su capullo, se escondería por años, ya era un experto. Ella no demostró nada. Pero años después quedaron en encontrarse en algún lugar. Algún café quizá. A algún lugar al que no habían ido nunca juntos quizá. Un punto medio, neutral, sin historia.
Ella llamó y el accedió. Y se encontraron en un punto aparte de la ciudad. Iluminado, alegre. Todo empezó bien, a él se le cayó un vaso con agua en el pantalón y ella dijo que eso pasaba por empezar a tomar agua, que tu cuerpo no está acostumbrado a esas sustancias tan puras. Los dos rieron y la gente volteó a verlos y él se puso la servilleta en la pierna mojada minetras ella le indicaba al mozo que no más agua esta noche, si te mojas, te mojas con vino. Y vinos fueron y vinieron y él no tomaba vino nunca. De café nada. De comida poco. De tertulia y vino bastante. De risas mucho. Muchas más que las que habían brindado a otras personas por años. Suficiente por esa noche. Ella manejó hasta un lugar donde él pueda descansar. Le dio un beso de buenas noches. Él sonrió y se quedó dormido.

A la mañana siguiente ella se levantó con una extraña molestia en la cabeza y pronto recordó por qué era: ah, el vino, la noche anterior. Eran las 10.00 am. Recordó que debía almorzar con algún familiar y fue a prepararse un pequeño desayuno. Prendió la radio, sonrió, empezó a cantar, abrió la refrigeradora para ver si algo no estaba vencido, prendió fuego a la sartén. Aceite. Huevos. Listo. Café, por supuesto. Cuando se acercó a la hornilla para apagarla el dolor de cabeza se intensificó. Antes de entrar en pánico quiso apagar la cocina como por instinto pero el tiempo no jugó a su favor. Un repentino ataque de aquellos. Mientras caía pensó: “Dios, ayud—“… pero una mano apagó rápidamente el fuego y la sostuvo al caerse; nada se rompió, nada se quebró, nada se quemó. Ella lo vió mientras cerraba los ojos y él dijo: “Buenos días, hoy me toca a mí rescatarte creo ¿no?”.



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