No era que no le gustase jugar;
la verdad, le encantaba. Pero no al fútbol ni nada que requiera un esfuerzo
físico. Prefería alimentar el cerebro y lo llenaba de palabras, oraciones,
historias y dibujos. Esperaba la noche encerrado en cualquier cuarto; imaginaba
que los juguetes cobraban vida y lo protegían de cualquier amenaza. Le gustaban
mucho los colores y pintaba paredes blancas de morado, azul, rojo y amarillo
para poder darle cierto equilibrio a una pared que no significaba nada sin
color. Nunca fué lo suficientemente rápido, lo suficientemente alto, lo
suficientemente fuerte ni lo suficientemente aplicado. Se dió cuenta muy
temprano que lo que más le interesaba era la mezcla de sonidos y colores y
caminaba pensando en que nueva cosa encontraría en un jardín cercano a la casa.
No hablaba mucho a menos que se
sintiera cómodo. Y eso casi nunca pasaba. Observaba todo meticulosamente y
escuchaba notas musicales en los diferentes timbres de sus amigos. Usaba
siempre la misma ropa y tardaba mucho en bañarse. Si es que lo hacía. No le gustaba
el sol porque sudaba y descubrió en el silencio música sagrada para sus oídos. Creció,
sólo un poco, entre fines de semana de libros y pianos; descubrió muy temprano
que no le gustaba tanto el alcohol porque lo ponía a decir tonterías. Aprendió
a guardar secretos y prefirió desafinar cada vez que la vida le regaló bellos
acordes.
Caminó perdido para poder
encontrarse, decidió vestirse de silencio, acumuló objetos que eran más
importantes que algunas personas. Aprendió a no perdonar, sugirió viento cuando
todos querían sol y le indicó a la amistad que no tocara su puerta.
Enclaustrado en sus pensamientos halló paz y también aprendió a reír cuando se
convirtió en un catálogo cambiante de rarezas y excentricidades.
Un buen día, alguien lo entendió.
Y, sin miedo, se acercó. Vistió su corazón de rojo a punta de carcajadas, le
pagó la entrada al teatro en donde ella brindó su mejor función y le preparó café
con un poco de leche. Le compró un perro, le cuidó los libros y lo escuchó
cantar desafinado (siempre con una sonrisa). Le bajó la guardia a punta de besos volados y
le puso un sombrero de paja para que no se le vuelen las ideas. Pero, la
verdad, era para cubrir la calvicie. Ella siempre trató de llegar a él. Le
enseñó que habían varios colores más que no había usado, corrieron juntos con
zapatos de diferente color y marca, comieron juntos aquél pan que a él no le
gustaba pero a ella le fascinaba.
Esa pequeña amalgama de ideas,
conciertos y colores, que ninguna diferencia le hacían al mundo que giraba con
o sin ellos, los puso de buen humor. Él aprendió que los muebles no son para
dormir, que a ella le gusta su compañía, que los videojuegos y la lectura se
acaban cuando quieren hablar de lo que planean hacer ese día. Él aprendió a no
quedarse sin gasolina y a siempre llevar agua en la maletera; a no pelearse con
el vecino y a tratar de respetar a los demás. Aunque todavía le es un poco
difícil. Ella aprendió a no siempre llamarle la atención cuando él se pierde en
sus pensamientos…
Aprendieron a cantar sin que nadie los escuche
y llevaron a encuadrar un poema, su poema, a medio empezar.
Imagen TORU HAMADA 2009.
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