El cuarto era de 6x6; estaba decorado con 3 cosas como máximo: una silla, una mesa y una máquina de escribir. Las hojas las había llevado yo. Me instalé cómodamente para escribir un relato de 200 hojas con prisa. La puerta de salida la había cerrado con llave y no existía ni una sola ventana. Allí sudaría letras por el espacio de seis o siete horas y así poder tener el machote por el que me estaría exprimiendo la cabeza por consejo de mi editorial. No llevé el celular ni existía teléfono alguno así que la guerra había empezado entre el papel en blanco que me miraba desafiante y mis dedos que nunca tecleaban lo rápido que necesitaba para poder terminar una idea completa.
Di un par de vueltas a la mesa como examinándola y luego jale la silla en un rápido movimiento. Puse los dedos sobre las teclas del medio de mi teclado y, sin pensar, empecé a teclear. Sin darme cuenta y casi sin respirar, había escrito más de una página sobre una tal señora Saunders y los efectos que le producían el alcohol y los cigarrillos ahora que su esposo le había dejado una herencia millonaria; de repente, apareció frente a mí un cuadro cuando levante la cabeza por primera vez para poder relajar los músculos del cuello.
Un cuadro.
Apareció.
De la nada.
Me pare de la silla y me dirigí hacia él. El cuadro retrataba un edificio en trazos perfectos; reconocí inmediatamente la obra. Piranesi. Sin duda alguna. El cuadro lo reconocí por algún viejo libro que guardaba en mi biblioteca personal. No me interesó de donde había salido. Solo supe que por ahora me haría compañía. Y estuve feliz y asustado al mismo tiempo.
Me senté tranquilo para poder seguir admirando el cuadro y lentamente empecé a teclear lo que mi imaginación dictaba; la señora Saunders había cometido un delito en un edificio igual al del cuadro al ser la asesina de su esposo pero la forma perfecta y macabra en que lo había hecho no dejaría ninguna pista a ser seguida por ningún policía. La vida le sonreía a esta señora. No existiría nadie que pueda resolver el caso porque no existía ninguno. De repente, levanté la cabeza nuevamente y descubrí debajo del cuadro una estantería con las obras completas de Arthur Conan Doyle. Todos los libros estaban correctamente empastados ,firmados por el autor y eran de primera edición: “Sherlock Holmes” se leía en los lomos.
Fascinado por las apariciones comprendí rápidamente el juego: No estoy solo. Algo, alguien me quiere decir algo. Decidí seguir escribiendo rápidamente. La señora Saunders tenía uno de esos relojes de cuerda y tenía unas gafas pequeñas y redondas….subí nuevamente la mirada y apareció el libro de Lewis Carroll “Alicia en el país de las maravillas”. En primera edición. Firmada por el autor.
…”Si pues…”- me dije- “Original no estoy siendo…”
Me di cuenta que estaba copiando estereotipos, dejándome influenciar demasiado, reciclando viejas historias e imaginando algo nuevo que contar sobre libros ya escritos y leidos hasta el hartazgo. Saqué la hoja, la hice una bola y la tiré contra el suelo. Inmediatamente el cuadro y la estantería que tenía los libros que fueron apareciendo mientras yo escribía se esfumaron.
Reí y cerré los ojos. Visualicé el cuarto como me gustaría que fuese. El color de las paredes, la decoración y hasta el olor. Con los ojos cerrados empecé a teclear dándole vida a una historia singular, que no tendría como protagonista a nadie más que a mí, a mis amigos, a las calles que conozco, al barrio, al puesto de la esquina, a las pequeñas calles miraflorinas y a su silencio. Escribí sobre las noches largas pero abrigadas, sobre los sándwiches que preparaban a media cuadra, sobre algunos desayunos con risas, sobre el frío y una sopa caliente cuando no hay más que comer, sobre mi carro en constante desafío con el kilometraje, sobre el camión de basura que pasa a las 3 de la mañana sin hacer mucho ruido, sobre un par de gatos que aúllan a la luz de la luna y sobre un mundo que se abre día a día sorprendiéndome más y más.
Las hojas volaban y se posicionaban perfectas cuando una terminaba para darle paso a la siguiente. Pronto había escrito más de 200 hojas con las mil cosas que se me ocurrían. Abrí los ojos y mi cuarto era perfecto, era único y original; como lo había soñado desde siempre, con cuadros pintados por amigos y cartas sobre la mesa escritas por la familia, un perro tirado al lado de la nueva chimenea que había aparecido y una foto de ella riendo como cuando éramos más jóvenes.
Tchinnnng! Sonó la máquina de escribir que le había pertenecido a mi abuelo. Había terminado el relato de la noche y me senté a admirar el cuarto antes de sacarle la llave a la puerta y cerrarlo.
Salí y apagué a luz de las cuatro paredes que contaban historias y pensé en cómo me gustaría verlo decorado el día de mañana. Ojalá pueda hacerlo mejor pero definitivamente estaba complacido con el color del día de hoy.
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