miércoles, 6 de agosto de 2014

En clave de...corre!


Temblaba cuando lo hice, pero era la única forma. La única en ese momento de niño travieso. A finales de los ochentas mis pronunciados dientes tenían picaduras y debía ir al dentista. Mi continua negativa no intimidaba en lo más mínimo a mis papás así que un buen día de finales de los ochenta mi madre me llevó al consultorio. La dentista, una señora amargada por quién sabe qué o por quién, no hizo otra cosa que hacerme abrir la boca y meter sus equipos dentales y pulir, y pulir, y pulir…y yo, dolor, que dolor, que dolor. Cuando terminó yo no podía hablar por dolor. Señalé un pote transparente que había visto al entrar lleno de dulces y chupetes. Ella me miró y me dijo que no, que estaba preocupada por mis dientes y que sería bueno no comer nada hasta una próxima visita. Yo, indignado a mis 12 años, salí furioso del consultorio. Me hizo esperar mientras atendía a otro paciente y me senté a ojear ciertas revistas cuando de pronto, mis ojos captaron la imagen de un aparato muy poco conocido por estos lares pero que yo había visto en varias revistas que me llegaban de Gringolandia: un gameboy.

Me abalancé sobre él antes que llegue cualquier otro paciente. Al lado del aparato ví un cartucho que conocía a la perfección ya que mi primo tenía la versión en Nintendo. El juego en mención era Castlevania. Tremendo juego. A escasos centímetros de mi mano. A escasos centímetros de mi bolsillo. Me acordé del pote transparente y la cara seria de la vieja dentista. Sonreí maliciosamente y puse el juego en mi bolsillo. No había más. Me había convertido en ladrón a los 12. De pronto llegó mi madre a recogerme y ni me despedí. La miré y le dije que nos vayamos rápido porque tenía que hacer tareas o lo que fuera. La verdad era otra. No quería que me descubrieran. Mi madre asintió y nos fuimos del dentista. Juré no volver nunca más. Por el camino me metí la mano al bolsillo para estar seguro de tener mi preciado tesoro, pensé que haber sido capaz de tamaña fechoría no era digno de mí pero, sea…ya estaba hecho.

Al llegar la noche y acostarme, puse el juego en cuestión delante de mi repisa, para poder admirar la portada cien veces más, claro, porque me había apoderado del juego más no de la consola y no podía jugarlo. Mientras admiraba la portada el sueño empezó a apoderarse de mí y fui cayendo en los brazos de Morfeo…

2 a.m.: Me levanto, prendo la luz y veo que el juego me está mirando. Me observaba. Mi papá pregunta por qué he prendido la luz y la vuelvo a apagar.

3:30 a.m.: Me levantó nuevamente pero esta vez no prendo la luz. Solo estiro el brazo y siento que el ladrón de sueños está en su sitio. Abro la tapa, lo tengo entre las manos y lo vuelvo a poner en su sitio. Me demoro un poco más en poder dormir.

5:00 a.m.: Ya no puedo dormir. Me veo obligado a estar despierto hasta que empieza amanecer; siento que el corazón late rápidamente y sé perfectamente por qué es. Pienso en haber sido una persona mala, que no necesitaba tener ese juego de esa manera. Me gana la conciencia. Peter Parker jamás hubiese hecho eso. Jamás.

Siento un remordimiento continuo. ¿Cómo pude haber robado? ¿Cómo pude haberme hecho con algo que no era mío? ¿Qué pensarán mis papás, mis hermanos, la iglesia? Demonios! Tengo que actuar rápidamente. Sé exactamente lo que debo hacer. Es la única forma. La única.
Llego al colegio y le comento la gran fechoría a mi primo, algo mayor que yo. Después de llamarme la atención y decirme que eso no se hace (por más que sé que él había hecho lo mismo con varios cassettes de Nintendo de otra persona) me dice que me ayudará en la abnegada tarea de devolver el dichoso juego a su dueño.

Como castigo, no podría llevarme en bicicleta. El manejaba y yo debía ir atrás corriendo detrás suyo.  Al fin llegamos al bendito lugar y vimos la puerta abierta pero nadie esperaba en la sala. Saqué el juego del bolsillo, lo miré por última vez y lo tiré encima del sillón. Dentro, por una ventana vidriada escuchamos un ´taladro dental´ dejar de sonar y una silla que crujía. Vimos una sombra acercándose y salimos despavoridos del bendito lugar.

Odio ir al dentista.
Imágenes de Getty Images.