Bajé por lo que ahora era mi manzana habitual y encontré a la vieja limpiando unas verdes y otras rojas. Cogí una sin siquiera saludarla y ella sonrió. Me miró de arriba a abajo me dijo si estaba cómodo con mi actual situación económica. La miré sorprendido y le pregunté a que se refería. “Verá usted.” – dijo con un impecable español al que ya me había acostumbrado –“ Siempre lleva un teléfono celular de buena marca (seguro que es pre pago) y un carro que limpia todos los días pero no conduce lo que quiere decir o que a usted le gusta hacer de lavacarros a las 6:30 am o simplemente no tiene gasolina para andar paseando porque no lo veo trabajar diariamente oiga, y eso, a su edad, se me hace un poco raro. O sea, o vago o millonario que no necesita hacerlo, o mantenido pero la verdad es que yo me inclino a pensar lo primero. Y fíjese que no es que los vagos sean malas personas, es más yo conozco a muchas que son buenas, pero la vagancia los hace, bajo mi punto de vista, menos respetados por la sociedad y por mí. Los hay de todo tipo y tamaño; creen que todo lo que hacen es lo más importante del día y escriben en sus computadoras como si el mundo entero los fuese a leer. Muchos leen y releen ciertas citas de ciertos libros hasta aprenderlas de memoria para soltarlas en cualquier situación que creen es importante. Tratan de ser lo más creativos posibles justificando así su temor al horario establecido y dejan muchas cosas a la mitad. Como la manzana que usted se acaba de comer. A la mitad. Es sólo una apreciación pero su gesto es un indicio impecable de que, tal vez, esté yo en lo cierto.”
“Mi estimada Franela- dije con sonrisa displicente- está usted en un error pero debo admitir que he caminado los senderos que usted ha mencionado de vez en cuando…”
“….Buscando una respuesta.” Contestó ella. “¿Y? ¿La encontró? ¿No es mejor que, después de tanto tiempo, reformule su pregunta? Mire usted, la perseverancia genera respeto. La sapiencia también, por supuesto, pero esta se genera con experiencia y lectura. Por ejemplo, cuando yo llegué usted me miró de manera despectiva, ¿lo recuerda? Miró y admiró la cáscara. Más no lo que había adentro. Yo vengo de una de las mejores familias de Lima antigua; terminé en este estado porque se suscitaron hechos que me fueron imposibles de evadir al no tener el control completo de la situación. Eso no quiere decir que en mis mejores épocas no gocé con los libros de Voltaire o Montesquieu; de Dumas, Joyce o Arguedas. Pero mi caso no va por lo escrito en obras como “Ríos Profundos”. Más bien, podríamos comparar mi situación con algún cuento de Ribeyro. Ha leído algo de eso usted o solamente a Batman y a Superman? Y mire que no lo juzgo eh?”
Al quedarme con la boca abierta ella se dio cuenta que, sí, había leído mucho de lo que mencionaba. Cuando la miré y le iba a preguntar qué era lo que le había sucedido para terminar en el estado en que se encontraba, ella rápidamente dejó de limpiar una manzana y me dijo:
“Mire: yo no creo en el destino. El destino no existe; uno labra su propio camino. Los que descubren más rápido que es lo que quieren hacer, los que no dudan de su potencial, los que se dedican el día entero en pulir su arte son los que llegan a triunfar antes o después. No es el destino el que los guía a hacer lo que uno quiere. Es la decisión final de la persona y la determinación que pueden tener para lograr su cometido. El destino es visto como aquella respuesta derrotista al sueño no logrado bajo mi punto de vista como, por ejemplo, si alguien no logra cumplir con su sueño de vida…”ah, sí, es que el destino lo quiso así”…no me vengan con fruslerías. No justifiquen sus pocas ganas de hacer las cosas con una palabra tan comúnmente usada.”
“Bien Franela. Déme usted 10 de sus mejores manzanas y ojalá el destino nos cruce nuevamente que yo me tengo que ir”.
La vieja rió con cierta complicidad conmigo. Luego le pagué por las manzanas y me despedí.
*Imagen de "la vieja" por Esteban Videla.
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