viernes, 26 de abril de 2013


Diego y su nostálgico negocio.


Hace unos días compré algún artículo de mi interés por internet. La cláusula estipulaba que debíamos concretar el intercambio en algún paraje cercano a mi casa lo cual me convenía sobremanera. De repente, una llamada entra al celular indicándome que, aparte de la persona a la cita pactada llegaría también la madre del muchacho. Supuse que el sujeto en cuestión debía ser muy joven, y que la madre estaría en el lugar como soporte a su hijo.

Siendo maniático de la hora esperé 1 minuto y luego procedí a llamar a la persona por teléfono. Grande fue mi sorpresa cuando me contestó una voz de mujer. Me indicó que espere, que su hijo había estado trabajando hasta tarde y que no demorarían en llegar. Las disculpas del caso. Bueno, no me costaba mucho esperar, tal vez, unos minutos más esa noche. Pensé en que el muchacho debería, ahora sí, ser demasiado joven para que su madre batallase y diera las escusas del caso por él. No dije nada y esperé un tiempo más.

Al cabo de un rato llega la señora con un muchacho que traía, aparte del artículo en cuestión, una sonrisa de oreja a oreja. Saludé cordialmente y el respondió con un Hola característico. Un hola que yo conocía muy bien, un hola que me hacía identificarlo inmediatamente con mucha comprensión y cariño sin siquiera conocerlo ni que diga una palabra más.

Ahora entendía por qué la mamá contestaba el teléfono.

Ahora entendía por qué debía ser acompañado, por lo menos la primera vez, al punto de encuentro.

Ahora entendía por qué me sentía bien de no haber cancelado la transacción.

“Me llamo Diego” – dijo él en un tono característico. “Gracias por esperar”.

Inmediatamente repliqué que no se preocupara, que no había esperado mucho (lo cual era cierto) y que estaba realmente encantado de conocerlo. Le estreché la mano fuertemente y le empecé a hablar con ciertas señas que había aprendido a lo largo de los años. El me entendió y me brindó otra sonrisa.

Diego era sordo y yo le hablaba con una naturalidad bárbara, siempre cuidando que sus ojos vean el correcto movimiento de mi boca, hablando sereno y sin levantar la voz – como lo hace aquella persona que tiene cierto conocimiento cuando habla con gente que no escucha del todo bien.

Me contó que había estudiado en el Cpal (Centro Peruano de Audición y Lenguaje) y que, aunque no tenía audífono por el momento, pensaba comprárselo. Tenía 23 años y estaba trabajando en el INEI y le comenté que yo conocía gente de su condición, que eran los mejores, que eran siempre buenas personas y que había aprendido mucho de ellos.

Luego vi que la madre lloraba un poquito, siempre callada y le dije que no se preocupara para nada, que siempre la comunicación debe ser fluída y que sólo los ignorantes piensan que deben gritar frente a un sordo. Ella se dio cuenta inmediatamente de lo que decía y le conté a los dos que yo tengo dos hermanos con la misma condición. Y uno de ellos, igual que mi nuevo amigo, se llamaba Diego.

Intercambiamos teléfonos y concretamos la operación. En realidad le compré mucho más de lo que debía pero quería sentir que podía colaborar con los pocos soles que tenía en el bolsillo para que aquél muchacho se llegue a comprar el audífono pronto y que se vaya de viaje a Cusco como quería.

Le día un fuerte apretón de manos y un pequeño abrazo a su madre y me despedí. Los ví voltear y caminar hacia una dirección opuesta a la mía pero observé de reojo como el caminaba alejándose pero contento y  abrazaba a su madre que había parado de llorar.

“Gracias”-  dijo ella de lejos.

No. Gracias a ustedes.

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